Cada año, invitamos a exalumnos del IB a que compartan sus experiencias, intereses y consejos con nuestra comunidad global en la serie de historias de los graduados. En esta ocasión, le damos la bienvenida a Xavier Bofill De Ros, graduado del Programa del Diploma, que se refiere a su trayectoria profesional en el mundo de la ciencia y su trabajo en el área de la terapia génica.
Quizás todas las vocaciones científicas empiezan en la infancia. La curiosidad natural de los niños y niñas hace que se pregunten por todo aquello que les rodea. Mi despertar científico también fue así. Me recuerdo a mí mismo viendo en el televisor con fascinación los documentales de animales los domingos por la tarde en casa de mis abuelos. También devorando mi primer libro de divulgación científica que me regaló mi abuela; se titulaba Lo que Einstein le contó a su barbero, de Robert L. Wolke. Más tarde, empecé a jugar con mi primer microscopio, mirando hacia un mundo magnificado a través de las lentes las estructuras del ala de una mosca o las hojas del jardín. A pesar de que la biología me parecía más llamativa, como todo niño u hombre del renacimiento, la curiosidad no conoce de disciplinas científicas. En los kits educativos de química, vi con asombro formarse bonitos cristales azul celeste de sulfato de cobre o cómo una vela consumía el oxígeno a su alrededor. Todo ello, en el laboratorio improvisado de la cocina de mis padres. Aún conservo la libreta donde anotaba todos estos pequeños descubrimientos.
«Vi claro que quería hacer investigación, ver qué es lo que no está aún escrito en los libros de texto.»
Hay quien tiene claro su futuro desde temprana edad, pero este no fue mi caso. En mi familia, no había nadie de ciencias, todos eran de la rama de las humanidades y los negocios. No fue hasta el bachillerato cuando empecé a plantearme seriamente qué quería estudiar en la universidad. Aquí debo agradecérselo al Sr. Montoliu, un profesor estricto, de carácter serio, casi castrense, pero apasionado por transmitir a los alumnos sus conocimientos de química y biología. Con él, tuve muchísimas horas a la semana entre sus dos asignaturas, las prácticas de laboratorio del Bachillerato Internacional y el equipo escolar que él entrenaba en horario extraescolar para prepararnos para competir en las Olimpiadas de Química. ¡Dos de sus alumnos nos clasificamos ese año en la fase regional para competir a nivel nacional! Era un orgullo para él tener enmarcados en su despacho los certificados de todos los años en que sus chicos se habían clasificado para la final nacional. En resumen, él era como uno de esos profesores heterodoxos que aparecen en las películas. Gracias a él, solicité mi primera beca para desarrollar mi proyecto de investigación con la ayuda del Dr. Bañeras como mentor, que era profesor de Microbiología de la universidad. Esa beca me permitió conseguir los recursos y el apoyo para aislar esporas de distintas especies de mohos que se encuentran en el aire y la superficie de objetos del hogar, para luego cultivar los hongos en placas de Petri y estudiar su crecimiento en distintos sustratos y condiciones ambientales. Todo eso hizo que me decantara sin demasiadas dudas por empezar Biología el año siguiente en la universidad.
«En mi familia, no había nadie de ciencias, todos eran de la rama de las humanidades y los negocios.»
Durante los primeros dos cursos de la universidad, me sentí un poco perdido; en toda vocación, hay períodos de incertidumbre. Las clases y las notas iban bien, pero no tenía muy claro si eso era lo que realmente quería estudiar. Al escoger una carrera, focalizamos el estudio en un área, pero sentía que quizá me perdía muchas otras cosas. Quería abarcar más y, por eso en parte y por una chica que me gustaba, el segundo año me matriculé también en algunas asignaturas de la carrera de Química. Y para el tercer año, cambié de ciudad, trasladé mi expediente académico a la Universidad de Barcelona y empecé en segundo ciclo de la carrera de Bioquímica. Esta huida hacia delante resultó acertada. El ambiente era estimulante, pues el segundo ciclo de Bioquímica reunía a estudiantes de Medicina, Biología, Química y Farmacia, intensificando el estudio en la Biología Molecular y Biomedicina. Además, con el cambio de ciudad, fui a vivir a una residencia universitaria, donde hice amigos de todas las carreras. Las conversaciones durante las comidas y las cenas iban de la política a la física, pasando por la historia del arte. Allí encontré mi encaje perfecto. Ya había hecho prácticas de laboratorio en el Departamento de Fisiología Vegetal e hice un intercambio en el extranjero relacionado con genética humana en los veranos anteriores, pero fue durante el último curso de la carrera cuando trabajé en el laboratorio de la Dra. Cascante. Allí, en el último piso de la Facultad de Química, estudiábamos cómo las células tumorales adaptan su metabolismo de glúcidos para sostener la alta tasa de división celular que caracteriza a los tumores. En ese momento, conecté con la investigación oncológica; además, hacía poco lo había vivido de cerca dentro de mi familia. Vi claro que quería hacer investigación, ver qué es lo que no está aún escrito en los libros de texto.
Escribí a varios grupos; encontrar una línea de investigación apasionante a la que dedicar los próximos años de mi carrera profesional no fue fácil. Pero, al final, me lancé y me sumé al equipo de investigación de la Dra. Cristina Fillat en el Centro de Regulación Genómica (CRG). Su grupo estudia el uso de la terapia génica con virus oncolíticos para un posible tratamiento para el cáncer: cómo utilizar la capacidad de los virus para introducirse dentro de una célula, generar cientos de copias de sí mismos y luego lisar la célula huésped para seguir infectando nuevas células con fines terapéuticos. Nuestro objetivo era modificar el genoma de esos virus para que su actividad lítica fuera únicamente en las células tumorales. Yo en concreto trabajé con el concepto de utilizar microRNA como mecanismo de selección. Los microRNA son unas moléculas de RNA muy cortas (aproximadamente, 22 nucleótidos) cuya función no es la producción de proteínas, sino la regulación de genes a través del reconocimiento de secuencias de nucleótidos complementarias. Modificando los virus con dianas para microRNA, demostré que podíamos neutralizar la replicación del virus en las células normales del hígado y del páncreas, mientras que el virus era plenamente activo en las células tumorales. Además, también estudié la función de algunos de estos microRNA para entender su contribución al desarrollo de la enfermedad. En concreto, pude ver cómo la pérdida de su expresión aumentaba la motilidad de las células, sugiriendo su posible función en la migración de las células tumorales que generan las metástasis a órganos distales. El ambiente en el laboratorio era estupendo, considero a todos mis compañeros grandes colegas y amigos; juntos compartimos la frustración que a veces genera la ciencia y muchas, muchas risas. Pero como dicen en el teatro, the show must go on; la carrera científica debe seguir adelante.
«Esta nueva etapa de investigación está cargada de nuevos retos y responsabilidades»
Después de la defensa de mi tesis doctoral, empecé a buscar el siguiente reto profesional. Consideré algunas opciones fuera del mundo académico, dada la inestabilidad laboral en el mundo científico, pero terminé por seguir adelante con más investigación posdoctoral en Estados Unidos. Allí me incorporé al Instituto Nacional del Cáncer (NCI, por sus siglas en inglés) en el laboratorio del Dr. Gu, un investigador joven que recién había empezado su grupo después de una exitosa etapa posdoctoral en la Universidad Stanford. Aquí sigo estudiando la biología de los microRNA, despejando las incógnitas que rodean cómo se generan estas pequeñas moléculas de RNA y cómo cambios aparentemente insignificantes en su génesis pueden modificar de forma dramática su función. Esta nueva etapa de investigación está cargada de nuevos retos y responsabilidades, como ser mentor de las nuevas generaciones de científicos que empiezan, escribir proyectos de investigación o establecer colaboraciones científicas con otros académicos o empresas. Pero detrás de todo el frenesí de esta nueva etapa, también hay tiempo para hacer amistad con gente de todo el mundo, así como conocer el país y la sociedad que nos acoge. Y fue entonces cuando conocí a Zhenyi, una compañera de posdoctorado que trabaja caracterizando el papel de los receptores neurotróficos en tejidos no neuronales. Ambos compartimos la misma pasión por la ciencia y mucho más. Desde hace poco, nos hemos casado para iniciar una familia en común. Con todo esto, quiero transmitir cómo la vocación científica, o la mía en particular, crece y madura con el tiempo, y la influencia de las personas que se cruzan en el camino. Y como escribió el poeta Antonio Machado:
«Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.»
Xavier Bofill De Ros recibió el diploma del IB en el colegio Bell-lloc del Pla de Gerona (España). Posteriormente, obtuvo una doble titulación en la Universidad de Barcelona y realizó un máster en la Universidad Pompeu Fabra. Durante el transcurso de su doctorado, trabajó en la ingeniería de vectores virales para la terapia génica. En la actualidad, trabaja en el Instituto Nacional del Cáncer, analizando la función que cumplen los micro-ARN en la regulación génica. En su tiempo libre, le gusta leer sobre ciencia y arte y colaborar como voluntario en ONG locales. Puede conectarse con él a través de Linkedin.
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