Hemos invitado a un grupo de graduados del Programa del Diploma (PD) a que reflexionen sobre sus estudios y su vida. Esta es la tercera historia de Byron Dolon, uno de nuestros autores colaboradores en la serie. Obtenga más información sobre la red de exalumnos del IB en ibo.org/es/alumni.
Contribución de Byron Dolon
El 70 % de la parte superior de la página estrechó mi visión y me produjo una sensación de desesperanza resignada que ya conocía. “¿No estás harto de tener esta conversación?”, me preguntó mi padre cuando le enseñé el examen de Matemáticas. El primer semestre me había ido bien y logré muy buena nota en el examen parcial, pero en el segundo, volví a obtener malas calificaciones. “Si necesitas ayuda, tienes que pedirla. Byron, pídela cuando la necesites. Si no lo haces, va a ser difícil que mejores”, insistió mi padre, antes de quedarse en silencio. Estaba de pie delante de él, incómodo, pensando en que no era la primera, ni la segunda, ni siquiera la décima vez que teníamos esa conversación.
Necesitaba un último empujón para hacer que todo mereciera la pena, una última oportunidad para cambiar mis hábitos.
Los hábitos definen quiénes somos. Y este ha sido mi hábito durante muchos años: dejaba que mis calificaciones bajaran, entraba en pánico y estudiaba de forma intensiva para que subieran, y luego permitía que bajaran de nuevo. Me acostumbré a ver conceptos difíciles y a no acudir a nadie para pedir ayuda porque el mero hecho de intentarlo me abrumaba. Me parecía un problema superfluo que podría superar con la fuerza de voluntad adecuada. Pero la verdadera causa de esta apatía era la falta de un propósito. No tenía la motivación suficiente para mantener unas buenas calificaciones porque no sabía para qué serviría.
Poco antes de los exámenes del IB, me di cuenta de golpe de que el Programa del Diploma estaba a punto de acabar. Cuando vi a todos mis profesores entrar al unísono en “modo de preparación de exámenes”, me quedó claro que el final estaba cerca. En cierto modo, el propósito me se me impuso a la fuerza. Pensé para mis adentros que si no lo intentaba en ese momento, no tendría la oportunidad de hacerlo en el futuro. Estaba terminando el colegio y necesitaba un último empujón para hacer que todo mereciera la pena, una última oportunidad para cambiar mis hábitos.
Y lo hice. Para empezar, descubrí la utilidad de la planificación. Imprimí calendarios de dos meses y calculé cuántas horas al día invertiría en estudiar cada asignatura. Asigné más tiempo a ciertas asignaturas y se lo resté a otras, pues era evidente que tenía deficiencias en algunas de ellas. Y para ser franco, también descubrí la utilidad de estudiar con alumnos más inteligentes que yo. A veces no basta con que el profesor explique el material, y me ayudó mucho contar con un amigo que me orientara en algunas asignaturas. Me comprometí a volver a ponerme en forma mientras estudiaba para los exámenes, y completé un programa de entrenamiento de 60 días que había dejado a medias ya en dos ocasiones. Aprendí a sonreír y a sentarme con un amigo lejos de la entrada de la sala donde se realizaban los exámenes, para evitar el contacto con el ambiente de pánico que allí se respiraba.
Los últimos dos meses del IB fueron, con diferencia, los más frenéticos. Pero también fueron sumamente gratificantes (estuve a punto de escribir “divertidos”, pero no me entusiasma la idea de repetir la experiencia). El hecho de tener una motivación fue lo que hizo que aquel momento fuera tan satisfactorio. Tenía en la cabeza un objetivo claro, aunque abstracto: demostrarme a mí mismo que soy lo que creo que puedo llegar a ser. Todo lo que hice durante esos dos meses estaba orientado a alcanzar ese objetivo. Y lograrlo requería una ruptura con los viejos hábitos, sudor, mucho té de burbujas y una buena dosis de perseverancia. Al final, cuando estudiaba, sentía que lo hacía con un propósito. Sabía que cada vez que abría un libro de texto, no lo hacía únicamente para aprobar un examen, sino para demostrarme que era capaz de adquirir hábitos nuevos, desprenderme de los malos y convertirme en una mejor versión de mí mismo.
La vida es más difícil cuando no tenemos un propósito, y encontrarlo no es nada fácil. Incluso habiéndolo encontrado, también resulta difícil mantenerse fiel a él. Esa escurridiza mejor versión de mí mismo que me esfuerzo por ser siempre va un paso por delante. Por eso no me sorprende el hecho de recaer en las garras de la holgazanería. Sin embargo, cuando eso ocurre, sé por qué quiero zafarme de ellas. Los hábitos productivos que desarrollé permanecen en los recovecos de mi mente, a la espera de que los vuelva a ocupar. Si algún día nos despertamos por la mañana y no sabemos por qué nos levantamos de la cama, necesitamos encontrar la razón. Estudiar, trabajar, hacer ejercicio… todo en la vida es mucho más fácil si sabemos por qué lo hacemos.
¿Cuál es su razón para hacer las cosas?
Byron Dolon obtuvo el diploma del IB en el Shanghai American School (China). Actualmente estudia en la Universidad Erasmo de Róterdam (Países Bajos).
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